Como caballo salvaje, saltando de nube en nube corre inquieto, baja y sube sin rienda ni vasallaje; tenido fue por mensaje de celestiales enojos, pues, lanzando dardos rojos, el alto muro derrumba, y abre inesperada tumba a polvorientos despojos.
Caudillo de la tormenta que agita los hondos mares, tronza robles seculares y al fuego voraz afrenta: ¿ quién tomará por su cuenta domeñar su furia brava? ¿Quién del torrente de lava pondrá dique a la carrera? El hombre, el hombre a la fiera convierte en dócil esclava.
Franklin, con el rayo en guerra, en su empeño no decae, y encadenado lo atrae a los centros de la tierra ya con su lampo no aterra la medrosa muchedumbre; ya con fatídica lumbre, centelleando no corre, ya no abate excelsa torre ni perfora la techumbre.
Pero es poco: el hombre quiere mostrar su egregio blasón, trocando la condición del rayo, que mata o hiere; que ha de conseguirlo infiere frente a frente o de soslayo, y, sin tregua ni desmayo, tan ardua tarea empieza, que se ha puesto en la cabeza dar educación al rayo.
Ya por hilos conductores le dirige con cariño, como al inseguro niño que camina entre andadores; tras luchas y sinsabores, tal enseñanza recibe, tanto por él se desvive, y sus facultades labra, que transmite la palabra, y, andando el tiempo, la escribe.
Pero es poco: ya triunfante fijó la indecisa luz, que haciendo la santa cruz advertía al caminante, ya la luna vergonzante casi a salir no se atreve y, con pena que conmueve lo contemplan desmembradas, esas luces decantadas del gran siglo diez-y nueve. |
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